No madeja Do

Miguel asomó la cabeza tras una maraña de folios y libros al escuchar el insistente sonido de su alarma. ¿Dónde estaba? ¿Qué hora era? No podía ser, se había quedado dormido. Ese no era el plan, tenía que haber podido dar el último repaso al temario. Desde la pared, un puño en alto le llamaba a la lucha, pero ahora no tenía tiempo para revoluciones, se jugaba tanto esta mañana que podía dejar por unas horas su idealismo. Comenzaba a hablar como su padre y no sabía si eso era bueno o malo. La mirada se detuvo un momento en la foto que se escondía al fondo del corcho, reconocería ese color verde en cualquier sitio…¡Verde!

¿Dónde estaba su chaleco? No podía presentarse al examen sin él… Sus amigos se reían constantemente de esa superstición suya… No lo entendían, peor para ellos.
Recuperó el jersey con el tiempo justo de salir corriendo escaleras abajo repitiéndose que le debía una visita.

Amparo se apartó al ver a Miguel lanzarse escalera abajo. ¡Qué niño, siempre corriendo! Sonrió al recordarlo por la escalera con su varita, jugueteando, era la alegría de todo el bloque. Se ajustó el turbante a la cabeza con coquetería y dio un largo suspiro, nunca estaba preparada para los días de revisión. Pero hoy se sentía tranquila, estaba convencida de que todo iban a ser buenas noticias, se lo había chivado el vuelco que dio su corazón al sentir el roce del pañuelo de hilo contra la cicatriz de su pecho.

Levantó la mano para parar un taxi, a la vuelta daría un paseo y le haría una visita a su divina enfermera, se lo debía.

Manolo detuvo su coche al ver la mano de Amparo en alto. El ancla que colgaba de su retrovisor se movió suavemente, como el suave bamboleo de un paso de palio. Aquella era la primera carrera de la mañana, la vida estaba complicada para un viejo conductor como él, ¿dónde iría si se quedaba sin su taxi? Miró de nuevo la pequeña pieza metálica… No, Ella no lo dejaría naufragar.

Arrancó de nuevo el coche y tomó rumbo a la dirección que le había dado su clienta con un brillo diferente en los ojos. Sí, esa tarde iría a por Javier a la guardería y juntos recorrerían esa calle tan larga, las visitas entre confidencias abuelo-nieto eran, sin duda, las mejores.

Javier tenía entre sus deditos la estampa que le había quitado a su madre de la cartera. No hubo forma de quitársela. Lo intentó mamá, lo intentó la seño, lo intentaron sus compañeros de mesa. Pero nadie podría hacerle separarse de aquel tesoro. Con sus ojitos curiosos recorrió las estrellas que rodeaban la corona. Le dio un gran beso a la fotografía dejando un rastro de saliva y felicidad sobre la superficie.

Aún la llevaba en la mano cuando encontró a su abuelo en la puerta de la guardería. Corrió hacia él, quería enseñarle su pequeño trofeo, pero detuvo sus pasos de golpe. Sentada en la puerta de la panadería, había una mujer con su hijo. Javier se olvidó de que el abuelo lo esperaba y corrió hasta ellos. El pequeño dormitaba sobre el regazo de su madre, Piedad, ajeno a todo lo que le rodeaba.

Piedad mantenía la mano extendida esperando una moneda que le ayudara a darle de comer al pequeño. Llevaba muchas horas allí y solo había logrado sentir sobre su cabeza la mirada acusadora de la gente que caminaba por la acera. Se sentía caer con cada desprecio, pero la sonrisa de su pequeño la reconfortaban como si aquel diminuto gesto pudiera cargar con las penas de su madre.

Javier se detuvo frente a ella y con delicadeza, como si cualquier paso en falso pudiera quebrar aquella fragilidad, dejó la estampa sobre la mano de Piedad. En un balcón, Marifé cantaba: “…Te quieres reír y hasta los ojitos los tienes morados de tanto sufrir.”

María de la O salió del estudio de tatuajes tan satisfecha como una folclórica con una bata de cola nueva. Se sentía una reina. Un símbolo de infinito, como una pequeña madeja de lana acostada, ocultaba la fea marca grabada a navaja. A su lado, la palabra HOPE continuaba por su antebrazo con una elegante caligrafía. Aquellas cuatro letras le recordaban que siempre hay que confiar en que todo iría bien. Miró al cielo que resplandecía, aquella preciosa tarde de diciembre parecía sacada de un cuadro de Murillo.

Tarareando los primeros compases del Stand by me, tocó su vientre un poco abultado, por fin sin miedo, sintiéndose llena de gracia y de vida. “Yo ti amo, ti amo tanto…Esperanza de mi amor”.

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