Epifanía

Con sus pijamas y sus zapatillas, Juan y Cristina se agazaparon junto a la puerta del pasillo. No podían hacer ningún ruido, si sus padres se levantaban y los pillaban allí, seguro que les castigarían sin rosco. Y lo que era peor, los Reyes podrían verlos y no dejar ni un solo regalo. Sus ojillos adormilados intentaban descubrir si sus majestades ya habían pasado por casa, a pesar de que la oscuridad lo inundaba todo, no podían esperar ni un segundo más para ver si sus cartas habían llegado bien a su destino.

Después de unos minutos sin conseguir ver nada en el salón, Cristina decidió que había llegado el momento de comportarse como la hermana mayor que era y cogió a Juan de la mano tirando suavemente de él para llevarlo hasta la cama, tarea muy complicada de hacer en silencio, su hermano era demasiado cabezota.

Intentaron volver a dormirse, pero sus pequeños cuerpos estaban demasiado nerviosos. Apretaron sus ojitos con fuerza a ver si así lograban que el sueño volviera, pero todo fue inútil. Acurrucados calentitos bajo las mantas, charlaron a susurros hasta que la campana de la iglesia tocó. ¡Esa era la señal! Por la noche la campana se quedaba muda, pero a las siete volvía a cantar, como si fuera un gallo, para que nadie se quedara dormido y llegara tarde al cole… lo malo es que también tocaba los domingos y algunos vecinos no lo llevaban demasiado bien.

Con la última campanada del reloj de la torre saltaron sobre la cama de sus padres.
Encendieron la luz esperando encontrar la bicicleta y los patines que habían apuntado en sus cartas. Quizás también habría una pelota, pinturas para colorear y ¡muchas chucherías! Corrieron hasta el pie del árbol donde habían dejado sus zapatos y las copitas de anís para los Reyes, pero no había nada más que un tosco saco de arpillera lleno de carbón.

Juan se frotó los ojos sin terminar de comprender. Cristina comenzó a llorar repitiendo una y otra vez que ella había sido buena y se había portado bien mientras sus padres cruzaban miradas cargadas de pena y culpabilidad. Ante el sofocón de los pequeños, los cogieron en brazos e intentaron convencerlos de que debía ser un error y que seguro que los juguetes estaban en otra parte de la casa.

Intentando calmar el pequeño desastre que se había formado en casa, Cristina y Juan se dejaron llevar por todas las habitaciones del pequeño piso sin encontrar nada. La terraza era su última esperanza, si allí tampoco había nada tendrían que mandar otra carta de los Reyes para que les explicaran qué había pasado con sus regalos. Sus pequeños corazones dejaron de galopar desbocados cuando abrieron la puerta del balcón y encontraron los paquetes envueltos en coloridos papeles de regalo.

Cristina continuó triste todo el día, aunque encontró su bicicleta no entendía por qué los Reyes les habían dejado carbón en los zapatos. Juan se entretuvo dando patadas al balón mientras pensaba que aquello tenía que ser un mensaje de los Reyes, algo en lo que no había caído.

La tarde cayó de camino a San Lorenzo. Como cada año había llegado el momento de visitar al Señor. Con sus elegantes abrigos y sus medallas en el pecho, se sentaron junto a su padre en la basílica.

El silencio se había adueñado por completo del templo mientras en el altar el sacerdote consagraba. Juan, que no podía dejar de mirar al Señor del Gran Poder, sintió que este le guiñaba un ojo y entonces comprendió todo. Con un suave tirón al abrigo de su padre llamó su atención y, ignorando el gesto para que guardara silencio, lo obligó a agacharse hasta poner el oído a su altura.

一Papá, ya sé por qué los Reyes han dejado un saco de carbón… A ellos no se les escapa nada, no podía ser un castigo porque si no, los demás juguetes no los habrían dejado y, aunque no lo he puesto en mi carta, ellos ya sabían que lo que más quería era que mamá me hiciera un costal como los tuyos.

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